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lunes, 23 de enero de 2012

Comer se está haciendo peligroso

¿Por qué cada vez que compramos un alimento lo miramos con mayor desconfianza? Nunca antes en la historia de la Humanidad había existido un sistema de control sanitario y de calidad más estricto. Nunca antes se tenía la seguridad de su trazabilidad, su viaje comercial desde el lugar de producción al de consumo. Nunca antes todos estos certificados, normas, leyes y análisis se habían universalizado, globalizado. Y nunca antes habíamos tenido tanto miedo con lo que comemos.


 ¿A qué se ha debido este cambio de actitud? Sin duda se trata de una reacción natural, instintiva, ante los efectos de lo desconocido. Porque también nunca antes la comida había dejado de ser un producto biológico natural para convertirse en un compuesto químico o transgénico de dudosos límites industriales. Ya no nos fiamos de adjetivos publicitarios tan manidos como artesanal, “de la abuela”, casero o tradicional empleados en productos repletos de aditivos, conservantes, colorantes, potenciadores y reductores. Desconfianza lógica pues somos conscientes de su falsedad. Nada es lo que parece. Ni las manzanas están tan sanas como manzanas ni blanco y en botella significa necesariamente leche.

Y así estamos todos (o casi todos) neuróticos, releyendo varias veces las etiquetas de todo lo que compramos, valorando su sustentabilidad, su procedencia, su sinceridad. No sé ustedes, pero la compra diaria se ha convertido para mí en un terrible ejercicio de concentración y difícil equilibrio entre lo que quiero comprar, lo que debo comprar y lo que puedo comprar.

La solución está en la pequeña agricultura agroecológica de cercanía, en los grupos de consumo, en la apuesta por los productos locales, los ecológicos y los tradicionales. La única certificación seria para lograr una alimentación sana, justa y de calidad.
 

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